Para Gabriel. A falta de autos, mujeres o joyas.
Tampoco hoy diré gran cosa, porque es casi un cliché ir al Taj Mahal si uno va a India, y porque es tan, pero tan lugar común que tres grandes viajeros de India que conozco se resistieron años a visitarlo: Elsa Cross, y mis tíos Peter y Yesy. Valga decir que los tres, cuando por fin cedieron a su fama y belleza, sucumbieron en sus jardines como tantos turistas despistados que lo mismo podrían haber ido a Estambul o Estocolmo.
Los dejo mejor con un fragmento de Michaux:
No hay que olvidar que la India se encuentra en el Oriente Medio, como Arabia, Persia y la Turquía Asiática.
El país del rosa, de las casas rosadas, de los saris de bordes rosados, de las valijas pintadas de rosa, de la manteca líquida, de los manjares dulzones e insulsos, fríos y asquerosos, y nada más insulso que el poeta Kalidasa cuando se pone a hacer poesía insulsa.
El árabe, tan violento en su lenguaje eructado, el árabe duro y fanático, el turco conquistador y cruel, son también gente de perfumes nauseabundos, dulce de rosas y lukum.
Un ultra acercamiento del trabajo infinito que implicó el Taj, y aún hoy implica. A uno de sus costados hay talleres de artesanos que aún pasan las de Sísifo por mantener impecable cada pieza del mausoleo. Las incrustaciones sobre el mármol blanco son de coral, ónix y otras piedras preciosas. Se dice que durante la construcción se cortaba las manos a quienes robaran. Un serbio me dijo que se las cortaron también al arquitecto, a quien además cegaron para que no pudiera trazar otro edificio de igual belleza (pero bueno, era serbio, amante del gore... y hubo un proyecto construir un Taj negro... que dudo fuera hecho por un manco-ciego).
Sólo con haber visto el Alcázar de Granada, se puede uno dar cuenta del gusto por el pequeño placer cosquilleante que los árabes han puesto en la arquitectura, esos arabescos fastidiosos ni dentro ni fuera del muro, estrictos y jamás abandonados; afuera un jardín hermético y como helado con raros canteros verdes, y un pequeño rectángulo de agua lisa y sin profundidad, y un pequeño chorro de agua como un hilo, pero alto y que recae con un ruido mezquino, secreto y extenuado. Y en todo eso, no se sabe por qué, una impresión de corriente de aire.
Ésta es la fotografía mía que más muestro del Taj. Loren, que lo visitó conmigo, tiene su propia versión, muy semejante, pero con exposición, encuadre y uso de filtros perfecto. Yo, más floja, estaba al borde la insolación. Me gusta precisamente porque reúne dos clichés: vaca y Taj. Lo que define a India para muchos y que en realidad es, aunque no necesariamente.
Pero hay que ver el Taj Mahal en Agra. A su lado, Notre Dame de París es un bloque de materiales inmundos, buenos para echarlos al Sena, o a un pozo cualquiera, como todos los otros monumentos (salvo quizás el Partenón y algunas pagodas de madera).
Reúnan la materia aparente de la miga del pan blanco, de la leche, del polvo de talco y del agua, mezclado y hagan con eso un mausoleo excesivo, hacedle una abierta y formidable puerta como para un escuadrón de caballería, pero por donde no ha pasado más que un ataúd. No olvidéis las inútiles ventanas de enrejado de mármol (pues la materia de que hablo y de la que todo el edificio está hecho, es un mármol extremadamente delicado, exquisito y como doliente, hecho para la inmediata disolución, y que una lluvia derretirá esa misma noche, pero que se mantiene intacto y virginal desde hace tres siglos, con su fastidiosa e inquietante estructura de edificio-señorita). No olvidéis las inútiles ventanas de mármol donde la tan intensamente llorada, la llorada del Gran Mogol, de Shâh Jehân, podrá venir a presentarse al refrescar la tarde.
Como me dijo Luis T., esta es mi foto "National Geographic" del Taj. Tomada en el ángulo perfecto que amablemente me mostró mi guía musulmán que pasó horas hablándome sobre el edificio, su trabajo, su religión y cómo debí haber hecho para pagar el "indian price" a la entrada siguiendo el ejemplo de su amiga colombiana. (Hay un precio de entrada para indios y otro para extranjeros, que es unas cuarenta veces mayor que el de los locales).
A pesar de sus adornos severos, puramente geométricos, el Taj Mahal flota. El fondo de la puerta es como una ola. En la cúpula, la inmensa cúpula, hay algo levemente excesivo, algo que todo el mundo siente, algo doloroso. Doquier la misma irrealidad. Porque ese color blanco no es real, no pesa, no es sólido. Falso bajo el sol, falso al claro de luna, especie de pescado plateado construido por el hombre, con un enternecimiento nervioso.
El Yamamuna, el río a espaldas del Taj. Si algo le faltara para ser perfecto, sería agua, y hasta eso tiene. Aún en el calor la sientes desde los balcones en forma de brisa. Claro, como muchas cosas por estos lares, el río suena más poético de lo que es. La verdad está sucísimo... despistada como soy crucé una parte de él caminando, con el agua hasta la rodilla y un pie herido, mientras me preguntaba si me daría una infección marca diablo, gangrena o de menos pescaría hongos. No me pasó nada, pero mis zapatos apestaron meses.
El río se cruza en balsa, que, al igual que la entrada al Taj, tiene un precio irrisorio para los locales y desorbitado para los extranjeros. En mi condición de indian fake una familia pagó mi ida a precio de india, y el regreso tuve que pagarlo a precio de gori (fuereña).
Los fragmentos en cursivas pertenecen a:
Hénri Michaux,
Un bárbaro en Asia
Barcelona, Ediciones Orbis, 1987
(la transcripción fue tomada del blog
En busca de otras Ítacas)
P.D. La familia que financió mi cruce en balsa del Yamamuna también me adoptó. Creo que el mayor problema que tuve con ellos ocurrió cuando no entendían por qué no quería irme a dormir a su casa si ya me habían tomado bajo su protección. Al final comprendieron (o disculparon) que ni siquiera fuera a tomar un chai: anochecía y Loren me esperaba con una inglesa altísima con cara de galgo que había comprado un boleto de avión alrededor del mundo y pasaba el segundo de sus cinco días en India.